Vamos a jugar. Ve a la estantería, selecciona un puñado de tus libros favoritos, ábrelos por esa página que tienes doblada, subrayada. Ese momento especial. Coge todos esos fragmentos y ármalos, tenemos que construir un Frankenstein de la novela perfecta. ¿El resultado es un puzle o un rompecabezas?
Veamos.
«Nací cuando mis padres ya no se querían. Cristina, mi hermana mayor, era por entonces una jovencita displicente, cuya sola mirada me hacía culpable de alguna misteriosa ofensa hacia su persona, que nunca conseguí descifrar. En cuanto a mis hermanos Jerónimo y Fabián, gemelos y llenos de acné, no me hacían el menor caso. De modo que los primeros años de mi vida fueron bastante solitarios.
No me conocía cuando yo tenía diez años, lo cual era un alivio, y tampoco conocía a nadie que me hubiese conocido entonces. Me conoció cuando ya era un joven adulto. Cuando la conocí, ya tenía edad de votar; tenía edad suficiente para pasar la noche con ella, la noche entera, en su colegio mayor, y tenía una opinión formada sobre muchas cosas, y la invité a una copa en un pub, plenamente seguro de mí mismo por saber que mi carné de conducir, gráfica demostración de mi edad, estaba a salvo en mi bolsillo… y que tenía edad suficiente para iniciar una historia personal.
En esta primera ocasión, estuve mucho tiempo esperándola en Le Condé. No se presentó. Había que ser paciente. En otra ocasión sería. Me dediqué a observar a los parroquianos. La mayoría no pasaban de los veinticinco años y un novelista del siglo XIX habría citado, refiriéndose a ellos, a la «bohemia estudiantil». Pero me parece que muy pocos debían de estar matriculados en La Sorbona o en la Escuela de Minas. Debo admitir que, al verlos de cerca, me preocupaba su porvenir.
—Me siento ligeramente ridículo diciendo lo que voy a decir, y a lo mejor te parece completamente fuera de lugar…, ya no soy capaz de determinar en qué situación me encuentro respecto a los demás…, pero óyeme. Yo…, bueno, pienso constantemente en ti, eso es todo, y creo que lo mejor sería averiguar qué sientes tú por mí, y así podemos decidir qué debemos hacer. —Esperé—. Y porque siento verdaderos deseos de saberlo. Empiezo a cansarme…
El sexo matinal no le gustaba: normalmente significaba: “siento lo de anoche, más vale tarde que nunca”; y otras veces significaba: “con esto seguro que hoy no te olvidarás de mí”, pero ninguna de las dos actitudes me entusiasmaba. El sexto nocturno era, bueno, era el sexo básico, ¿no? El que podía variar de una envolvente alegría contenida entre sueños al cortante “Mira, para eso nos hemos metido pronto en la cama, así que vayamos a ello”. El sexo nocturno era tan bueno, tan diferente, y ciertamente tan impredecible como el sexo mismo. Pero el sexo de tarde no era nunca un modo cortés de redondear las cosas, era un sexo con ilusión y con ganas.
Le pedí a Nina que se casara conmigo.
—No puedo—dijo.
—No te lo volveré a pedir.
—Sí, pídemelo —dijo—. Pídemelo.
Víctor dice que casarse resulta demasiado caro. Las mujeres te sacan todo el dinero.
No es que Nina me pidiera nada. Era demasiado orgullosa y temía demasiado los cambios para hacerlo.
—No quiero convertirme en una de esas mujeres mantenidas —decía.
—Todavía no —replicaba yo.
A media noche, los músicos sorprendieron a la concurrencia con una polkita inédita cuya letra dialogaba picarescamente:
¿Cómo?
Con amor, con amor, con amor,
¿Qué haces?
Llevo una flor, una flor, una flor
¿Dónde?
En el ojal, en el ojal, en el ojal
Ya solo hablaré de amor, se decía entre copa y copa, y mientras tanto su vida se derrumbaba, las deudas crecían, las demandas se amontonaban, sus agentes (tenía más de uno) le amenazaban no sin cierta dulzura mientras su carrera se detenía y el dinero no llegaba.
Pero a él qué más le daba, si estaba dispuesto a darlo todo por amor, a morir amando, literalmente, para callarle la boca a esa estúpida canción que le había torturado desde la infancia.
***
Ahora se sentía más seguro que nunca respecto al plan que había trazado. Ya no era la furia lo que le movía, ni la aversión ni el odio, ni la necesidad de cumplir su palabra. Lo que estaba a punto de hacer era contractualmente correcto, y poseía la amoral inevitabilidad de la pura geometría. Y no sentía nada en absoluto.
Se esfumará
Se adentrará en la nada: el verso de Keats que le aterraba.
Se apagará como se apagan las noches azules, se irá igual que se va la claridad.
Se volverá al azul.
Yo misma coloque sus cenizas en el muro.
Yo misma vi cerrarse las seis puertas de la catedral.
Sé qué es lo que estoy experimentando ahora.
Conozco la fragilidad y conozco el miedo.
Uno no teme por lo que ha perdido».
FIN
* Las piezas del puzle corresponden a: Paraíso inhabitado, de Ana María Matute; Alta fidelidad, de Nick Hornby; En el café de la juventud perdida, de Patrick Modiano; El libro de Rachel, de Martin Amis; Antes de conocernos, de Julian Barnes; Intimidad, de Hanif Kureishi; La tía Julia y el escribidor, de Mario Vargas Llosa; Ya solo habla de amor, de Ray Loriga; Amsterdam, de Ian McEwan y Noches azules, de Joan Didion.